viernes, 8 de febrero de 2008

Motor sin lubricante

Entre todos los deseos extraños que se le pueden ocurrir a una persona, a mí se me metió en la cabeza que tengo ganas de llorar. No es que me sienta triste ni demasiado alegre. Nada de eso. Me siento bien (¿y vos también?). Sin embargo, quiero llorar. Necesito demostrarme algo, eso, que puedo llorar. Pero no me sale, ¡la pucha digo! Pienso en un pato cubierto de hormigas y en los parajes inhóspitos del Estrecho de Magallanes sin tener resultado alguno.

Recuerdo bien la última vez que derramé lágrimas y empapé mi rostro de líquido salado. Literalmente, me lavé la cara. No fue un llanto real, con todas las letras. Resulta que me estaba contando un cuento más que deprimente en mi cabeza y, para ser sincera, me llegó hasta el alma. Les sorprendería lo buena cuentista mental que soy. Claro, no lo pueden comprobar porque, precisamente, todo sucede en mi cabeza: las descripciones puntillosas, los gemidos de dolor, las enumeraciones caóticas, los conflictos irreductibles y los milagros inverosímiles. Son impresionantes, tanto que me mantienen despierta en las noches, casi comiéndome las uñas por la ansiedad de conocer la próxima desventura de mi protagonista. Tanto que me hacen llorar a moco tendido. En mis textos, alguna que otra vez he ganado un Nobel y un doctorado en Letras.

Regreso al tema principal y digo: “Quiero ser brutalmente conmovida”. No tengo suerte. Alcanzo a llenar los lagrimales, a enrojecer mis globos oculares y a hacer temblar mi labio inferior sin jamás llegar al clímax. Soy una frígida acuática. Cierto es que se me cae la baba cuando duermo bien relajada, no obstante, ese derrame involuntario de secreciones no cuenta.

Ando escasa de emociones o, por lo menos, nada dramático pasa por mi rutina. ¿Será un estado ideal? La mayor parte de los individuos gustan de gozar una vida pacífica, de alcanzar el equilibrio, de experimentar la plenitud. Convencida hasta el hartazgo de ser uno de ellos, vocifero como si estuviera en la calle Florida a las 18:07: ¡Una existencia sin drama ABURRE! Hete aquí la razón de ser de las novelas, la tragedia es vital. Sin conflicto no hay movimiento, sin deseo no hay pasión. Sin lágrimas se reseca el corazón.

Ojo, soy una chica muy alegre.

El lado positivo de la vida lo tengo completamente dominado. Me falta poder embadurnarme de pena, sentirme deprimida porque se me encarnaron los pelos del cavado y la dieta estricta parece hacerme engordar. Quiero que se me caiga una lágrima porque el muchacho X me respondió un mensaje de texto súper romántico con un monocorde (o monofónico): “Yo también.”. El punto es la clave para estallar en lágrimas y hundirse en una crisis sin precedentes. Conmigo no funciona. Ni tampoco que ese otro filo en el que estoy trabajando sea fanático de Enrique Iglesias. “Pobre de él”, medito amargamente; pero más de ahí no pasa.

Caramba que se hacen desear estas lágrimas.

De todos modos, nunca fui muy llorona. No debería sorprenderme que, en la actualidad, la mujer superada en la que me convertí se deshaga de algo tan del vulgo como el llanto fácil para pasar a otros estados mucho más elevados. Por ejemplo, cuando algo fracasa, repetir a todo conocido la frase comodín del siglo XXI y de todos los psicoanalizados: “No salió, sin embargo, voy a elaborarlo como algo positivo”. Poco a poco —terapia de por medio y decepciones varias derivadas del hecho de ser argentinos— nos metamorfosean en seres de amianto. Algunos le agregan una dosis de Alplax, Valium, Tranquinal o cualquier otro psicofármaco.

Entre tantas otras cosas que sé, yo sé que quiero llorar. Y sé que no debería costarme tanto ya que es una respuesta humana básica al dolor físico o psicológico. Creo que fue el martes cuando usé mis sandalias verdes con moñito (hermosas, glamorosas, que emanan estilo) y, para cuando llegué a mi casa, tenía puestas más o menos 20 curitas de todas las ampollas que me habían sacado. Para el que no lo sabe, es el equivalente a dos cajas de apósitos. ¿Sufrí? ¡Por supuesto! Caminar la cuadra que separa la parada del colectivo y mi hogar fue como pasar una semana en una isla desierta sin agua ni comida. Ok, sin agua me hubiera muerto a los tres días, pero es una metáfora, no sean pesados. La cuestión es que no demostré mi sufrimiento. Estoica y altanera, sólo me saqué los zapatos, me puse las ojotas y charlé con mi madre sobre los irrelevantes acontecimientos del día. Ni sometiéndome al padecimiento salvaje de la carne viva en los pies contra el cuero original de los zapatos me doblegué. ¡Qué lo parió!

Tampoco tuvo mucho éxito el desbarajuste hormonal de todos los meses. Me reconocía más sensible que de costumbre y, justo por esos días, recibí más planteos que todos los que acumulé durante el año anterior. Reproches, melancolía por los tiempos pasados y pisoteados con sandalias verdes glamorosas y de otros colores también, respuestas inesperadas y silencios gélidos. Musicalicé mi habitación durante varias horas seguidas con la reproducción continua de canciones por mí catalogadas Para llorar, como si se tratase de un remedio especial para la apatía. Nada alteró mi pacífico estado de ánimo. Bueno, algo de tristeza sentí, más uno, dos, tres o quizás siete nudos en la garganta y retorcijones estomacales. Habrase debido al helado con mate... Sólo sé que de llorar, ni noticias. Eso que me esforcé.

Si me dieran una paliza tendría un combo: lloraría de dolor físico y me lamentaría por el daño ocasionado a mi bello rostro. No serviría porque no estoy dispuesta a sacrificar semejante belleza por unas cuantas gotitas saladas. Para eso, agarro la salmuera de las aceitunas y me la tiro en la cara. Si fueran muchas, tampoco lo haría. Elijo la plenitud.

¿Cómo terminar un texto de este calibre? Un buen modo sería anunciar: “¡Oh, sí, amigos, lo he logrado!” y así alcanzaría el canon del cuento decimonónico con final sorpresivo y resolución del problema. Hoy, elijo la matriz surrealista y un final loco en el que sólo queda la apertura de la posibilidad de cierre con una angustia futura de fecha imprecisa y los mares que invaden una geografía inexacta y disimétrica de una tierra no virgen que espera y desespera por la llegada de la lluvia.

PD: También deseo que se derrumbe el mito de que me gusta Soda Stereo. No sé qué meta es más difícil de lograr...