jueves, 7 de junio de 2007

Cómo salvar el futuro y no morir en el intento

De los cuernos y de la muerte nadie se salva, reza el saber popular, y de proferir alguna vez en la vida: “A esos hay que matarlos a todos”, tampoco. Si aun no ha llegado su hora en alguno de los tres ítems, no se preocupe, ¡ya llegará! Con la única excepción de que el deceso llegue primero, pero una serie desafortunada de eventos podría lograr que sucedan al mismo tiempo. Ahora bien, reemplace el esos por cualquier alteridad que se le ocurra: negros, yankies, políticos, mujeres, judíos y todos los etcéteras imaginables. ¿Se dio cuenta? Siempre se le aparece un otro a quien extinguir. He logrado mi punto, es momento de avanzar.
Reflexioné y me dije: "Bueno, es posible que alguien desee acabar con cierta subespecie y que, en su universo de pequeñas cosas, tenga fundamentos adecuados y convincentes". Supongamos que esta persona es un taxista porteño. Los que hemos andado por la Ciudad, alguna vez viajamos en taxi creyendo que llegaríamos más rápido a un lugar (leyenda urbana mítica) y oímos durante ese interminable viaje a paso de hombre como el chofer lanzaba sin vergüenza los juicios más atroces con la autoridad de un rey.
Sé que se lo imaginan a la perfección, ¿quieren matarlos a todos?
Prosigamos con el ejemplo. El señor, entre tantas sentencias indiscutibles sobre el país, el clima y la vacuna contra el sida, suelta: "Hay que matar a todos los negros y el país sale adelante". Pensemos que el hombre es blanco, hijo de inmigrantes italianos y españoles, divorciado y, ante todo, un laburante. Nada más lejano de la definición hegemónica de negro. Entonces, ustedes (semi-bacanes que se pueden dar el lujo de viajar en taxi) piensan que podrían coincidir con esa propuesta.
Ahí está, frente a sus ojos la verdad revelada: dos exponentes arquetípicos de la gente de acuerdo con la medida que salvará el porvenir de la benemérita República Argentina. Con el pecho inflado por el orgullo exacerbado, dan cuenta de que la cuestión es cómo llevarlo a cabo. Prosigamos en el terreno de lo hipotético: la estrategia acordada entre la gente (próximamente explicaré el verdadero significado de ese sustantivo; por lo pronto, convengamos que no incluye a los negros) es conducir a todos los negros a la cancha de Boca con la promesa de un pancho y una Coca, para luego prenderlos fuego, cerrar la puerta y tirar la llave. Es cierto, hay muchos y no alcanza la Bombonera. Usemos también la de Independiente, San Lorenzo (queda cerca a los habitantes de los villoríos del Bajo Flores, muchos de ellos extranjeros, ¿qué mejor?), Gimnasia de Jujuy y alguna otra del interior (ese terreno indómito y legendario, donde dicen que hay argentinos también). ¡Estamos listos!
Sin embargo, queda un asunto pendiente. La sociedad, ente absolutamente indeterminado que, en teoría, da legitimidad a un Estado-Nación, condena el asesinato. Sé lo que insinúan: hagamos que los negros se suiciden prometiéndoles un Cielo repleto de panchos y Cocas, con manantiales de vino en cartón y árboles de tira de asado pero, amigos míos, ahí entra la figura de instigador y la pena sería también severa.
Estamos en aprietos, ¿cómo sacar a nuestro país adelante quebrando la normativa vigente? ¡No es un chiste! Podría reformarse el Código Penal para que en la tipificación de los delitos diga que el homicidio se produce sobre personas caucásicas o afirmar que los negros no son personas, cosa que ya sabemos, que son un color o la ausencia de todos ellos, de cualquier modo, una aberración. ¡Ah! Y debería incluir alguna taxonomía para identificar a los negros de alma. Quizás con señalar que poseen ropa muy holgada y zapatillas de tres pisos de altura sea suficiente, no sé, habría que estudiarlo en profundidad. De igual manera, esa modificación sería muy difícil, por no decir imposible, ya que en el Congreso no tan honorable hay representantes de esa casta que ejercerían resistencia y zurdos también, que tampoco forman parte de la gente, pero se la pasan agitando y haciendo quilombo. Así que habría que empezar por matar a todos estos y, así, constituiría un delito y estamos en la misma. ¡Qué horror, ya me duele la cabeza! ¡Estos negros que impiden el progreso! Sí, estamos de acuerdo, podríamos todos mirar hacia otro lado y pretender que nunca pasó mientras reservamos los pasajes a Miami, no sería la primera vez. Pero una refundación tan contaminada no sería positiva.
Ustedes han de preguntarse y preguntarme, ¿y entonces? ¿No hay esperanza? Pienso que el asesinato de cualquier ser humano es digno de oprobio, así que sugiero que una reacción natural en este punto de inflexión sería exterminar a aquellos que se creyeron con el poder para decidir quién vive y quién muere. ¿Alguien pensó que sería mejor mandarlos a la cárcel? ¡No con mis impuestos!
Volvamos al ejemplo inicial: el autor ideológico de esta medida fue ese taxista desacatado. Por propiedad transitiva, todos los taxistas deberían ser terminados. Después de todo, si anda todo el día dando vueltas en el auto, con las hemorroides a flor de piel y escuchando Radio Diez, no es un gran aporte a la sociedad. Seguro que no s esforzó lo suficiente como para ser alguien útil, como un ingeniero o un médico, profesiones nobles si las hay. Así, Argentina no avanza. Además, es bien conocido que al mediodía se lastran un pancho y una Coca con sus congéneres. ¡Liquidémoslos!
A estos los llevamos cual ganado a una estación de GNC camino a San Nicolás con la promesa de combustible gratis y, de yapa, un corte de pelo facho a cincuenta centavos. Adiós a esta especie. ¿Notaron cuál es el problema? Cada vez es mayor la proporción de los que tienen las manos manchadas con sangre. Reconozcamos que, pese a que escasearan recolectores de basura y la industria de la salchicha estuviera al borde del colapso, por primera vez en nuestra historia se viajaría bien en tren sin tanto indeseable y el tránsito sería tan suave como un tobogán de agua. Quedaría la disyuntiva moral.
Pensemos que se trata de una tendencia global, como todo en el siglo XXI. Toda la gente del mundo se carga con las vidas de esos parásitos malos e improductivos que fagocitan nuestros impuestos que pagamos siempre a término. No obstante, la voz de la conciencia acucia. Es en este preciso momento que nace la alternativa: una máquina que libra a los humanos de la macabra tarea de decidir sobre la vida y la muerte. Gracias a sus algoritmos hiper complejos y con parámetros biométricos exactos distingue al santo del pecador, al útil del inútil. Debo reconocer que esta creación se me ocurrió gracias a la expectación de la máxima tortura cinematográfica de 2007: Ghost Rider. La idea nace de cómo el personaje de Nicholas Cage prende fuego a los malos haciéndoles ver sus actos atroces. Estamos en ese momento histórico: la máquina existe porque Bill Gates sacó un comunicado avisando que se cerraba Hotmail a menos que lo envíen a todos sus contactos y después mandaba un pancho y una Coca en agradecimiento. En fin, existía desde hace rato, pero restan pequeños ajustes ya que fue concebida con el fin de aniquilar a todos los programadores y usuarios de Linux y software de fuente abierta. Está lista. Todos los países se endeudan hasta el tuétano, pues luego de la limpieza sólo queda crecer, el famoso progreso indefinido, el desarrollo que auguraba Frondizi, ¡centurias de platino para la humanidad, señores! Pero, ¿quién se salva de ELLA? ¿Quién está absolutamente convencido de salir ileso de semejante desafío?
La primera opción sería continuar con la selección de subespecies indeseables: homosexuales, abogados, conductores de TV... La lista se engrosa, los elegidos se cuentan con los dedos de muchas manos. Más tarde, en el afán de purificar la raza, la exposición al selector de humanidad es obligatoria y universal. Se escuchan rumores de que algunos superan la prueba, pero todos temen: todos alguna vez pensaron en matar a alguien. Las fuerzas de control persiguen al que se niega: palo y a la bolsa, aunque eso signifique la muerte segura del apaleador, primero está la sociedad perfecta. Los que quedan, los elegidos, pueden vivir con la sangre de millones, pero no con el hedor de los residuos de las calles, los caños que se pinchan y nadie puede remendar, el motor que calienta, los tacos sin tapitas y comienza la escasez de productos agropecuarios (nadie se preocupó por inventar máquinas que trabajen solas el campo, para eso estaban los proles del granero del mundo). Sin embargo, hay una posibilidad latente que atormenta aún más que el hambre: ¿y si yo soy el próximo? ¿Y si justo tengo algo que los demás desean? Y seguro que lo tengo, porque la omnipotencia de jugar a ser una suerte de dios y la evidencia de estar entre los sobrevivientes dan por resultado la magnificencia total del ejemplar humana.
La única salida que puedo sugerir es el suicidio masivo e indiscriminado: a mí no me va a matar ninguna máquina pedorra, se oyó decir en el mingitorio de un Pancho 95 abandonado.
Me imagino el fin de la humanidad de la siguiente manera: occidentales y orientales por primera (y, claro, única) vez se ponen de acuerdo. Unos se juntan en América del Norte y otros en China. Europa, África (gente nunca hubo ahí, sólo negros debidamente exterminados) y Oceanía están vacíos. Consensúan un día y una hora para la definición. ¿El método? Alguien alguna vez oyó que si todos los chinos saltaran al mismo tiempo, provocarían un terremoto del otro lado del mundo. Entonces, un geólogo convocado a tal efecto calcula que si saltan todos al unísono en ambos hemisferios, el planeta explotaría cual bombucha. Reaparece Bill Gates desde el Sillicon Valley y ofrece por un módico precio una computadora súper avanzada para que nadie le pifie a la cita, precisa hasta en los milisegundos. La perfecta ejecución no debe ponerse en riesgo, mirá si alguno sobrevive. Llegado el tiempo, un pequeño salto para el hombre, uno gigantesco para la humanidad.
Pienso que la tierra no explotaría, sino que ocurrirían otras dos cosas. O bien por la leyes de la física que desconozco la fuerza ejercida haría que todos reboten y se vayan a la estratosfera en un viaje de ácido (no de LSD, sino del que se acumula por obra y gracia de la polución ambiental) o cuando todos tocan el suelo, el agua sale disparada hacia la atmósfera, se evapora y luego acontecen tres días de terrible agonía donde todos mueren deshidratados. Es un excelente final para gente tan especial.
Mientras tanto, en el sur del mal llamado Nuevo Mundo un grupo de argentinos ingeniosos sale a la superficie y, con risa sobradora, concluye: "¡Cómo los cagamos!" y con sustento en la filosofía criolla, refunda la civilización atando todo con alambre. No por nada somos la patria de cinco premios Nobel y, todavía más importante, de Gardel y Maradona.

domingo, 3 de junio de 2007

Antropoemia

Llegar a la escritura de esta entrada fue un camino muy arduo. No por la falta de ideas, todo lo contrario, sino por una cantidad inconmensurable de pensamientos sobre temáticas muy distintas entre sí que me llevaron a ella. Para darles un conocimiento cabal de lo que pasa por mi cabeza, debería instalarme un microchip en el cerebro con un plug in especial para que lo que pienso se vuelque directamente sobre mi ordenador y así publicarlo. Sin embargo, no es tan buena idea porque hay cosas de mí que no deberían saber. Y no quieren saber qué no deberían saber.
Mi motivación inicial para escribir fue la constante alusión por parte de ustedes, mis lectores frecuentes, a mi locura y mi maldad. A partir de ahí, se desató una vorágine de impulsos eléctricos en mi materia gris (mi cerebro ha vuelto a casa, pondría “felizmente”, pero lo dejo a su criterio) que le dieron vuelta y media a la cuestión. Se me ocurrió que tal categorización de mi personalidad es bastante nefasta. ¿Por qué? A ver, mis queridos amigos, ¿a dónde van los locos y los malos? Mastíquenlo por unos instantes…
Cada vez que me adjudican esos epítetos, me envían a los dos lugares donde los buenos burgueses recluyen a sus inadaptados: al psiquiátrico y a la cárcel. Sobra señalar que el título de este blog es Derecho para el psiquiátrico y que yo solita me confino a ese espacio donde muchos de ustedes no tienen un lugar reservado, convengamos en que es una muestra más de mi ironía.
Sin embargo, debo reconocer que cada vez que me llaman así la adjetivación intenta suavizar los términos: loca linda, mala divertida. Traducción: “No sos peligrosa, pero sí extraña”. O bien: “No me pegues, soy Giordano”. Es cierto que es mejor tenerme de aliada que de enemiga, no voy a negarlo justo ahora a ver si salen todos disparados como las palomas de Plaza de Mayo. Pero esta cuestión que se repite e intensifica a través de los años me lleva a reflexionar, ¿acaso me creen una idiota? Prefiero concluir que lo que no es comprendido se ubica en un lugar donde no molesta o con esa interpretación parcial se puede inferir normas de comportamiento y manipulación que liberan de hipotéticos daños y perjuicios.
La cuestión va más lejos, mucho más allá de una simple clasificación que mi entorno me aplica como si fueran verduleros acomodando la mercadería. Mi mayor inquietud fue: ¿por qué todos los que afirman que estoy loca y soy mala acuden a mí para pedirme consejos, para contarme sus mayores penas y, encima, escuchan lo que tengo para decir? El saber popular afirma que los locos y los borrachos siempre dicen la verdad, pero la sociedad se ocupa de confinarlos en instituciones con un (pretendido) riguroso control sobre cada uno de sus actos, así que el sentido común no aportaría una explicación concluyente.
Por lo tanto, me inclino a resolver que los que están locos son ustedes. ¿Cómo van a confiar en una loca mala? ¿Se drogan y no convidan? ¿O poseo la verdad revelada sobre el sentido de la vida y me quieren hacer creer que mis opiniones no son válidas para quedarse con todo el provecho de mi inteligencia? ¿Es un complot contra mí?
No voy a revelar mi estrategia porque sería poco avezado de mi parte y un insulto a mi sabiduría, no obstante, no tengan dudas de que mis trastornos mentales y mi esencia mefistofélica están siempre un pasito más adelante y un día me erigiré entre las ramas del árbol más alto y seré Presidente de la Nación. Un somero repaso histórico les dirá por qué tengo razón.